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Sumario: La culpa por desear a la mujer de su mejor amigo lo golpeó como un garrote. La angustia se acumuló en su garganta, un nudo que lo oprimía mezclado con la excitación y la necesidad de tenerla.
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¿Recuerdas aquella noche de lluvia? Fueron las primeras palabras que salieron de su boca. Luca la miró, ya no lucía como esa noche, eso era seguro. Volvió a mirar hacia la calle. Extraño era haberlo encontrado en aquella casa, pues desde esa noche él había embarcado de vuelta a sus tierras, así que ¿qué hacía realmente ahí? Se removió un tanto incomoda, habían pasado quince años desde esa noche, pero ella aún podía sentir sus manos recorrer su cuerpo.
Luca había sido el mejor amigo de Alberto, su marido ahora fallecido, desde la infancia. Aquella noche de lluvia él la había tomado entre sus brazos con arrebatada pasión, sorprendida, ella lo golpeó, pero no podía negar que la atracción era mutua. “Mucho más que atracción”, le dijeron sus recuerdos. Alberto había salido a atender un parto, dejándola sola en aquel apartamento. Nada hubiera ocurrido si Luca no se hubiera quedado a alojar aquella noche, pero parecía que el destino los quería hacer cruzar ése camino, porque una y otra vez los empujaba hacia él.
Fueron meses de tensión, recordó, meses en que despertaba húmeda, necesitada de sus caricias. Su marido no era capaz de ver esas señales y poco y nada hacía para satisfacerla. Las visitas a su cama habían sido cada vez más distanciadas. Primero la culpa fue de los turnos en el hospital, luego fue las búsquedas desesperadas a medianoche de sus pacientes. Ana se sentía caliente y sucia a la vez, no era bien visto que una dama tuviera aquellos pensamientos, mucho menos que se metiera en la cama de su marido. La sociedad castigaba mucho a las mujeres promiscuas, reflexionó al recordar las restricciones de Alberto las pocas veces que intentó colarse entre sus sábanas.
Pero Luca no era así ¿verdad? Llegó una calida noche de verano, con su traje blanco y su sonrisa de sinvergüenza. Cuando Ana abrió la puerta se quedó rígida al verlo. Un escalofrío la recorrió entera.
–Buenas noches –dijo él entonces con un tono de voz profunda, sensual. Ella levantó la mirada, lo que vio en aquellos ojos le pusieron la piel de gallina.
–Buenas noches –respondió recuperando la compostura–. ¿Qué desea?
–Busco a Alberto Santos.
–¿y usted es…?
–Luca –Ana lo miró esperando que le dijera su nombre completo… Alberto le había contado alguna vez algo de un tal Luca.
–¿Es sólo Luca?, ¿ningún apellido?
–Di Felice –Fue entonces que Ana recordó. La noche anterior a la boda, Alberto había llegado como una cuba junto a su hermano. Se habían ido a celebrar la última noche de soltero. Su hermano alegaba que sí Alberto tenía la sangre para llevarse a la chucara de su hermana, entonces bien valía la pena que se ahogara en alcohol antes del inminente suicidio. Entonces fue que él la había mirado y sonreído con nostalgia. Le relató entre pausas como un día Luca había metido en su cama a la hija del herrero.
Ana lo hizo pasar al saloncito mientras iba en busca de su marido. Cuando éste la presentó como su mujer, ella pudo percatarse del cambio en su actitud, Luca seguía sonriendo, pero la sonrisa no llegaba hasta sus ojos.
Conforme pasaron los días la tensión entre ellos fue en aumento. Comenzaron a discutir por nimiedades, pero siempre cuando Alberto no estaba. Ese día de lluvia la pelea entre ellos había sido realmente fuerte. Por suerte la empleada ya se había marchado y también lo había hecho su marido.
Ella se metió en su habitación hecha un torbellino, gritándole lo insensible y animal que era. Se quitó la ropa con furia mientras las lágrimas surcaban sus mejillas. Sacó el camisón de seda y encaje que se ajustaba a su delgada figura. La tela blanca cubrió su cuerpo como una segunda piel. Al mirarse en el espejo recordó el por qué había comprado aquella prenda. Lo había hecho por él, por Luca. Furiosa se metió entre las sábanas, pero el ardor la estaba consumiendo. Se toco los pechos y gimió al sentir los pezones endurecidos, sensibles. Se tocó entre las piernas por sobre la tela, pero aun no era suficiente. Flexionó las rodillas y abrió aun más sus piernas mientras levantaba desesperada el camisón hasta su cintura y comenzaba a tocarse.
La imagen de ella sobre las sabanas de seda lo dejó paralizado. La culpa por desear a la mujer de su mejor amigo lo golpeó como un garrote. La angustia se acumuló en su garganta, un nudo que lo oprimía mezclado con la excitación y la necesidad de tenerla. Al verla ahí, tendida, con las piernas abiertas, gimiendo mientras buscaba auto complacerse. El deseo lo consumió. El olor de su cuerpo llenaba la habitación, mezclado con un suave olor a rosas y la humedad de la lluvia. Supo, en ese instante, que jamás podría olvidarla y que nunca podría dejar de sentirse un traicionero, bajo y vil. Pero no podía evitarlo, había luchado contra aquella atracción desde que Alberto la había presentado como su mujer, diablos, su mujer, se dijo nuevamente y el nudo oprimió un poco más su garganta. Nunca podría tenerla, nunca podría saber lo que era despertar junto a ella y eso hizo que su corazón se parara. Comprendió, mientras la lluvia golpeaba con fuerza, que la amaba. La amaba y jamás podría tenerla.
–¿Ana?
No fue hasta que escuchó su nombre que se dio cuenta de que él estaba ahí, parado en el umbral de la puerta, observándola con descaro. –¿Luca? –. Fue todo lo que necesitó para meterse con ella en la cama. Las culpas olvidadas, mientras la besaba con desesperación y, con sus manos, recorrían cada curva, cada trozo de su piel desnuda.
–Dulce, dulce Ana –repetía una y otra vez entre lamidas. Besó sus labios, lamió su cuello, chupó sus pechos y succionó con fuerza sus pezones. Mientras, sus dedos danzaban entre los pliegues ocultos de su sexo, humedeciéndola cada vez más.
–Oh, Luca, Luca –decía ella una y otra vez, enfebrecida de deseo.
–¡Luca, por favor! –gritó desesperada y él obediente se quitó la única prenda que cubría su cuerpo. Pero antes llenó sus ojos de la imagen de su cuerpo tendido entre las sabanas, el brillo dorado de las velas se derramaba por su piel blanca, el rosado de sus pechos. La tela de su camisón enrollado en su cintura, pero por sobretodo se fijó en el vello oscuro que cubría su sexo, húmedo y anhelante, esperando impaciente por él. La penetro con fuerza. Las embestidas fueron cada vez más rápidas, duras. El choque de la cama contra la pared y el de sus propios cuerpos húmedos y calientes los excitó cada vez más. El rose del vello de su pecho contra la piel suave de ella, la fricción en la unión. El olor del sexo duro los incitó durante toda la noche a hacerlo, una y otra vez. Pero cuando el sol comenzó a levantarse por el horizonte y Ana abrió los ojos se dio cuenta que Luca ya no estaba.
Ahora, quince años después el volvía y le preguntaba si ella recordaba aquella noche. Y ¿cómo no iba a recordarla?, esa noche de lluvia había quedado grabada en su piel, su cuerpo tenía tatuado su nombre, y aunque Alberto iba de vez en cuando a visitarla a su cama, ella cerraba los ojos y pensaba en Luca.
Lo miró a los ojos y vio el mismo deseo de antaño, quince años más viejo seguía teniendo un cuerpo duro y fuerte. Sus ojos aun transmitían esa despreocupada picardía de la juventud. Ella sonrío y el se acercó un poco más.
–Veo que la recuerdas –Lo besó. Entonces ella supo que nunca más se marcharía, que aquella noche la repetirían una y otra vez, hasta que sus cuerpos cansados se dejaran abandonar entre las sábanas.
lunes, 16 de marzo de 2009
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