martes, 24 de marzo de 2009

Cartas perdidas

Sumario: Los años pasan, la gente se encuentra, los rostros cambian. Pero el amor no se olvida. En el oscuro desván de Ninguna Parte, cada carta de aquella caja contaba una historia diferente, con el mismo destino cruel.

...

Carta I

«El amante infiel»

Buenas noches, amor mío, hoy me voy para siempre.

Te dejo de mí solamente el recuerdo de mi sombra en el pasillo, las miradas furtivas y el calor evanescente de mi mano al rozar accidentalmente la tuya. Te dejo poca cosa; una imagen en tu mente y un miedo en el corazón. Te dejo una voz, un susurro escondido y el cordoncito de plata que me ataba a la cordura. Una rosa roja jamás entregada, en algún rincón oculto del desván lleno de memorias que se olvidan y heridas que se cierran. Pero, sobre todo, lo que te dejo es el sabor de lo prohibido quemándote el paladar.

¿Me echarás de menos cuando yo no esté, mi querida? ¿Te acordarás, aunque sea una sola vez, de mí? Probablemente, no. Probablemente, ni siquiera mi nombre permanezca en tu memoria durante demasiado tiempo.

Sin embargo, déjame decirte que yo sí voy a recordarte.

Siempre recordaré el día en que llegué a esa casa; los pasillos iluminados y las risas de tu madre mientras me arrastraba por ellos. Tu madre era preciosa, ciertamente. Pero lo único que yo pude ver entonces fue una tímida belleza asomarse tras la puerta abierta y explorarme con aquellos ojos transparentes, verdes. Y reprobadores.

Nunca te gustó aquella sonrisa que te di entonces, y nunca supiste que era una de aquellas sonrisas sinceras que yo no solía regalar.

Nunca me miraste con otra cosa que no fuera temor, lo sé, y nunca te harás una idea de lo mucho que eso me dolía. Y que me sigue doliendo.

Aunque supongo que es natural, o que la situación lo requería. Supongo que a ninguna hija le agradaría saber que su madre tiene un amante. Supongo que el rechazo era demasiado ineludible.

Algunas veces, me saca de quicio pensar que todo comenzó con un simple café.

Conocí a tu madre cuando mi coche sufrió su primera avería y yo decidí entrar a tomar aquel café que me conduciría inevitablemente a ti. Al igual que ahora, era invierno y llovía tanto que el cielo parecía caerse a pedazos. Justamente por ello la modesta cafetería estaba tan atestada, justamente por ello tuve que empezar a beber aquella amarga infusión de pie, intentando olvidar el frío que me calaba los huesos, y justamente por ello tu madre se apiadó de mí y me invitó a hacerle un poco de compañía, al otro extremo de su mesa.

No sabría explicarte cómo llegamos a más. Creo que nunca me detuve a pensarlo. Fue algo que simplemente ocurrió, porque el destino movió los hilos astutamente, y de pronto me vi aceptando aquella insinuación, y hasta sentándome en el asiento de copiloto del coche de ella, esperando ansiosamente ver cumplidas sus palabras.

Ahora no me cabe duda de que tu madre estaba siempre muy deprimida, pese a que no le tomé mayor importancia al asunto cada vez que ella me hablaba —y no sólo durante nuestro primer encuentro— insistentemente de alguien a quien solía derivar como «su adorado Fujitaka». Algunas veces, incluso lloraba su ausencia luego de haberse acostado conmigo y murmuraba cosas sobre que su familia tenía la culpa de todo.

Él era tu padre, ¿verdad? Nunca se lo pregunté.

Nunca le pregunté demasiado.

Nunca me interesé demasiado por ella.

Si lo pienso, aquel comienzo fue un torbellino de casualidades predestinadas que sólo ahora acabo de comprender. Porque sólo se me ocurre una respuesta a la fuerza que me impulsó a dejarme llevar, a sucumbir a la fuerza de lo que luchaba por desencadenarse:

Tú eres la respuesta. No sé si otra vez, o siempre.

Tengo que confesarte una cosa, Sakura. Una cosa que seguro no sabrás, porque tampoco me atreví a decírtelo: Fue apenas cruzar el umbral de la puerta de tu casa y encontrarme contigo por primera vez, que supe que no estaba allí por tu madre, sino por ti. Porque si seguí sus pasos hasta el dormitorio como un autómata, y si su risa me sonaba triste, hueca y formando parte de otra realidad, fue porque sus ojos y los tuyos eran casi completamente idénticos.

Y, con todo el dolor de mi corazón, tengo que hacerte esta pregunta:

¿Por qué acabaste entregándote a mí, aquella noche?

Es un interrogante que no deja de dar vueltas en mi cabeza. Al igual que aquel recuerdo.

Por mucho que lo intente, por mucho que me sienta morir cada vez que las imágenes vuelven a sucederse con la misma intensidad, no puedo evitar pensar en ello ni un solo segundo.

En la habitación oscura cuando me atreví a abrir tu puerta, harto de que ignoraras mis artimañas, y te encontré peinándote frente al espejo.

En tu tembloroso asombro al descubrirme.

En tu tembloroso cuerpo cuando arrasé con las distancias y me permití, por primera vez, saborear tus labios con desenfreno.

En tu tembloroso cuerpo cuando acabamos cayendo sobre la cama y también me permití saborearte entera.

En mis propias manos temblando al tocarte.

En la densa cabellera con matices rojizos que se esparcía sobre el blanco de la almohada.

En tu boca entreabierta.

En tus suspiros.

En la forma en que me llamaste por mi nombre, como nunca antes lo habías hecho, ni volviste a hacer.

En cómo acabaste de volverme loco definitivamente, cuando me permitiste tenerte una y otra vez, durante toda la noche.

No puedo olvidar nada.

Y es por todo esto que, ahora, sentado en el borde de la cama que compartí con tu madre durante meses, te estoy escribiendo esta carta y me despido de ti. Ella duerme, luego de haber llorado un poco, y está tan agotada que no me oirá salir. Y estoy seguro de que tú tampoco lo harás, porque tienes el sueño muy pesado, o porque estás despierta y sencillamente no quieres oírlo.

No te preocupes, no voy a volver. Hay un montón de caminos para huir, y es la opción que me queda.

Pero sospecho que eso lo sabes desde que decidiste volverte indiferente.

Quizá pase esta carta por debajo del resquicio de tu puerta, o quizá ahora la pliegue y guarde en mi bolsillo, para arrojarla al mar, si es adonde voy. O incluso quizá la esconda y no la encuentres hasta después de muchos años, cuando las nieves del tiempo caigan sobre tu cabeza y tiñan tus sedosos cabellos de su blancura, llena de polvo añejo y abandonada en un desván. Creo que todavía no lo sé.

Pero sí sé que te amo.

Y que tu recuerdo lo llevaré conmigo.

Siempre.

Firmado:

Shaoran Li

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